-Caleb-dijo Hammersmith-.Ven aquí un momento.
Los pequeños, sin duda gemelos, debían de tener entonces unos cuatro años. La niña continuó hacia la casa, pero el niño se acercó a su padre mirándose los pies. Sabía que era feo. Incluso a los cuatro años, uno sabe si es feo o no. Hammersmith le cogió la barbilla con dos dedos e intentó levantarle la cara. Al principio el niño se resistió, pero cuando el padre dijo "Por favor, pequeño" con dulzura, serenidad y afecto, obedeció.
Una cicatriz enorme y circular partía del cuero cabelludo, bajaba por la frente, cruzaba un ojo ciego y torcido y llegaba a la comisura de una boca desfigurada, que parecía imitar la sonrisa astuta de un jugador, o quizá, de un chulo. Una mejilla era tersa y bonita; la otra esta arrugada como un tronco marchito. Supuse que antes habría habido allí un agujero, pero al menos ahora había cicatrizado.
-Le queda un ojo- dijo Hammersmith acariciando con dulzura la mejilla arrugada del pequeño-. Supongo que ha tenido suerte de no quedar ciego. Todos los días damos gracias a Dios por ello, ¿verdad, Caleb?
-Sí- dijo con timidez el niño, un niño que sería hostigado cruelmente por sus compañeros de clase en el patio del colegio durante todos sus años escolares, un niño a quien nadie invitaría a jugar y que probablemente nunca se acostaría con una mujer (ni siquiera pagando por ella) cuando alcanzara la edad y necesidades de un adulto, un niño que siempre quedaría fuera del círculo cálido e iluminado de sus iguales, un niño que se miraría en el espejo durante los siguientes sesenta o setenta años de su vida y pensaría: "Eres feo, feo, feo".
-Entra y coge tus galletas -dijo su padre, besandola boca desfigurada de su hijo.
-Sí, papá -respondió Caleb, y entró corriendo a la casa.
Stephen King
La Milla Verde
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